LUNA, UNA AMIGA FIEL


Luna conoció a Luis…
Tal vez tendría que decir: Luis conoció a Luna en una fría tarde platense en los años de estudiante universitario.
Agustín, su amigo con el cual compartía el departamento, había pasado por un local de mascotas y se había detenido un momento ante la vidriera para mirar distraídamente las jaulas de los pájaros.
A Agustín le gustaban los animales pero no tenía paciencia para cuidarlos.
Aquella mañana sin embargo, algo le llamó la atención. Entre vuelos y trinos, encerrada en una jaula bastante estrecha, descubrió a una perrita. Era pequeña, con pelo apretado de un color marrón agrisado y pecho y panza blancos. Pero esos son meros detalles físicos. Lo que le oprimió el corazón a Agustín fue el modo en que lo miraba. Parecía que le hablaba: “Vos tenés cara de bueno, seguro que te gustan los animales. Mirame cómo estoy, encerrada en esta jaula, ni puedo moverme siquiera ¿No tendrías un lugarcito para mí en tu casa? Yo me voy a portar bien; soy tranquila.” Así tradujo Agustín la mirada de Luna, parado en la vidriera de las mascotas.
"¿Y si me la llevo? Me encantaría”.
Lo pensó : De tarde la Facu, de noche el taxi, de mañana tampoco estaba en casa. Su madre siempre le decía que a los animales, si se los adopta es para darles tiempo y cuidados. “Y sí, tenía razón la vieja.” Pero la perrita le había clavado sus ojos grandes y tristes y lo miraba como si él fuera una roca salvadora en medio de un naufragio.
“¡Ma sí, yo me voy con ella! De última se la llevo a mamá.”
Y así fue. Entró, pagó, y en un instante se encontraba caminando con la mascota en los brazos. Era una fría tarde platense y ya empezaba a oscurecer. Agustín sintió que la perrita temblaba y la metió debajo de su abrigo. Ella se quedó quietecita.
El primer día fue lindísimo. Agustín compró alimento, y como andaba con algo de plata compró también galletitas para perros y un hueso para que se entretuviera. También la bautizó, con el mismo nombre de una noviecita que había calado hondo en su corazón: “Te llamarás Luna”, le dijo, poniéndole una mano en la cabeza.
A ella no le importaba cómo la llamaran; sólo sentía que había encontrado dos corazones solidarios y que nunca más estaría sola encerrada en una jaula.
Luis se dijo: “Conociendo al Gordo (ése era el apodo de Agustín), ya me veo ocupándome yo de este pobre animalito.”
Y así sucedió efectivamente. A los pocos días era Luis el que la sacaba a pasear, el que le compraba el alimento, el que se ocupaba de las vacunas reglamentarias, en fin, de todo. Y como Lunita era muy agradecida, empezó a devolverle ese afecto, con miradas de adoración, con saltos y brincos cuando él volvía a casa, velando su sueño por las noches…
Un tiempo después Luis consiguió trabajo en Carrefour, dejó el departamento que compartía con el Gordo y se fue a vivir con Solange, su novia. Y por supuesto se llevó a Luna.
Más tarde se compró su primer auto. Cada vez que viajaban, adonde quiera que fuesen, Luna iba con ellos. La niña mejor pintada y más educada no se hubiera portado tan bien como lo hacía esta perrita. Llegaban a Dolores a visitar a sus amigos, y en el asiento de atrás, limpia, hermosa y cuidada, descubríamos a Luna.
Por esas cosas de la vida, el amor entre Luis y Solange se terminó. Y él se buscó un nuevo lugar donde vivir. Y por supuesto se llevó a Luna.
Los dos estaban solos ahora, y con plena conciencia de ello, se cuidaban y se acompañaban más que nunca.
Dos años más tarde Luis conoció a Mónica, y algo le dijo que sería su amor definitivo. La soledad no es buena consejera. Y esta vez hubo casamiento con las formalidades del caso. Mónica tenía ya a Lucía y después vino Agustina. Lunita estaba tan feliz. Ya no había más riesgos de quedarse sola encerrada en una jaula. Ahora era una más de la familia y jugaba con las nenas y las defendía cuando sus padres las reprendían.
De la Plata, por razones de mejoras en su condición laboral, la familia emigró a Córdoba. Y por supuesto, Luna se fue con ellos. Y allá le nacieron hijitos, y fue la mejor mamá del mundo. Luis mandó fotos por Internet y un mensaje: “Les envío las imágenes de Lunita y sus cachorros”.
El período de vida de un perro, es menor que el de un hombre. Y Luna alcanzó la vejez cuando Luis es joven todavía.
Él notó la decadencia, y supo que el final se acercaba. Y le escribió un mail a Sebastián, su amigo desde el jardín de infantes: “Lunita se me está yendo. Las nenas lloran. Todos estamos muy tristes.”
Y Luna partió. Se fue con toda una vida de afectos y de amor. La última mirada fue para Luis, que nunca la dejó abandonada, que la protegió en las buenas y en las malas y a quien ella adoraba.

Los animales saben quién los quiere de verdad, y el amor que devuelven es incondicional y único.


DORA PONCE

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