CONTRATAPA-UN DETALLE TRIVIAL

Para qué escribir, se pregunta un personaje del libro Un detalle trivial. Y
si bien esa pregunta puede ser una sentencia que clausura la posibilidad
de escritura, es decir, que no se escribe porque ya está todo escrito, el
lector de este libro encontrará otra respuesta, primero, en los autores
que se citan (Proust, Duras), autores admirados por la autora, María
José Eyras. Y, después, en la temática desplegada, en la búsqueda de los
personajes. En sus tramas. Se escribe, entre otras cosas, para recuperar
un mundo perdido (esa infancia de pueblo, Dolores, la familia); se
escribe para devolver al presente ese “rincón del paraíso”; se escribe
para viajar otra vez; se escribe porque nunca se puede – aunque ya
todo esté escrito, como dice la famosa sentencia de Macedonio
Fernández – dejar de imaginar esas historias que, como imagina la
madre en el relato "Fénix", nos renuevan, nos vitalizan.
María José Eyras con una escritura sutil y atenta a los entornos, a las
necesidades de los personajes, a los detalles que aunque
parezcan triviales son decisivos, crea, a veces desde la nostalgia, otras
veces desde la ternura, un mundo narrativo propio.

 Hernán Ronsino

UN DETALLE TRIVIAL

Los narradores que usa María José Eyras en los relatos de Un detalle trivial parecen equilibristas. Los discursos transitan por una cuerda floja y cargan con la conciencia de que cualquier movimiento en falso bastaría para arrastrarlos al vacío. De allí que la incertidumbre funcione como clave en las inflexiones de su prosa –y de su prosodia−. Sus voces se alistan en la serenidad y en la cautela; no obstante, en los pliegues íntimos hierve, como un encrespado mar de fondo, el misterio de lo inacabado. En cada oración hay un doblez. Por una parte, se registra el transcurso simple del enunciado; por otra, la evidencia de una contención que atempera una voluptuosidad que aún ausente conserva vigencia. Este juego laborioso de tensiones es el que determina la temperatura y el tono de los textos. Los diez cuentos que conforman el libro son artefactos de riesgo, dispositivos que funcionan a alta presión cuyos puntos de fuga tienen que ver con la sensualidad y con la alternativa de una vida distinta.

En el cuento “Un detalle trivial”, una familia va pasar unos días a un pueblo de campo y no bien llegan el marido va a hacer compras en bicicleta y tarda más de lo que debería; en “Mundo cercado”, Oscar, personal de seguridad de un barrio cerrado, espía a la esposa de uno de los vecinos; en “En el balneario”, Ángela veranea en una playa con su marido y sus hijos y recuerda a Miller, un profesor de Historia del Arte con el que acaba de iniciar un romance. En la mayoría de los cuentos de Un detalle trivial, se plantea un universo armonioso de límites estrictos que funciona como blindaje de amparo y felicidad; sin embargo, la intemperie externa, que supone siempre amenaza, más allá de su peligrosidad, resulta un foco constante de descompresión.    

EL MANDADO- María José Eyras

A la bolsa de los mandados, la de nylon duro,
 la de antes, a favor de la ecología sin proponérselo.
Y a ellos, claro.
El mandado

La idea del viaje fue de Marcos. Mamá le había pedido que rescatara la caja de las fotos, aquella caja verde que aún debía estar en el desván y él ­­–siempre  tratando de complacerla– aprovechó la ocasión para convencerme de que lo acompañara. Pasaríamos tan cerca del pueblo... camino a la costa podríamos entrar a Dolores. Me haría bien despedirme de la casa antes de que la entregaran a su nuevo dueño, había dicho.
Después de Chascomús la ruta estaba despejada y yo me entretenía mirando el perfil de mi marido, sereno y concentrado mientras manejaba. Que  fuera al volante me hacía sentir segura y el zumbido del motor  empezaba a adormecerme. Apoyó una mano en mi rodilla.
—¿Estás nerviosa?—  su mano subía y bajaba por mi  pierna. 
Por qué iba a estarlo. De la casa me acordaba poco, algún detalle, la larga repisa sobre la chimenea, el florerito con jazmines que la abuela cortaba  cada mañana y ponía debajo del retrato del abuelo.
 —¿Hace cuántos años que no volvés a Dolores? 
Me encogí de hombros. La abuela había muerto cuando Marcos y yo aún no nos conocíamos. Su hermano, que vivía al lado y la visitaba todas las tardes, la siguió al poco tiempo. Y luego fue el turno de Carmen, la cocinera, que había estado en la casa toda la vida y terminó sus días hablando sola, medio perdida, deambulando por los cuartos deshabitados. En el pueblo ya no me esperaba nadie.
—Está bien, si no querés hablar no hables.
Cuando lo conocí, de Marcos me habían seducido sus ojos negros, una chispa de luz en las pupilas que era una promesa de protección. Después de cenar, luego de un  día de trabajo, compartíamos un té frente al hogar de leños a gas del departamento. Arrellanada en el sillón, yo me dejaba llevar por el sopor que traía el metal incandescente, la tibieza de su abrazo. Nos entendíamos bien y la idea de un hijo empezaba  a rondarnos. Sin embargo, en esas mismas veladas, solía ponerme  melancólica sin razón. Y no salía de aquel estado hasta que él me miraba largos segundos con su mirada brillante y oscura y algo se aflojaba en mí. Entonces me consolaba, me daba un beso largo, no parábamos hasta hacer el amor. 
—¿Por qué no dormís? Todavía falta un rato— me propuso.
A mi alrededor, el campo estático, algún molino, un monte de eucaliptos. El cielo, como una taza de aire azul volcada sobre nosotros. Ojalá se resolviera pronto el asunto de encontrar la caja, el caserón me parecía tan inmenso de chica. Aunque ahora se vería distinto. Tampoco yo era la niña que iba a hacerle los mandados a la abuela con la ilusión de quedarse con el vuelto.  Ansiaba llegar a la playa, estar con Marcos frente al mar hasta el atardecer, dejarme ir a esa hora en que el mundo y los pensamientos parecen calmarse.
La vibración pareja del auto continuó arrullándome.
 Cuando abrí los ojos, Marcos estacionaba delante de la casa. Las puertas altas y angostas estaban entornadas. Me desperecé y busqué la cartera en el asiento de atrás. 
 —¿Vamos?—  él había rodeado el auto y me invitaba a bajar.
Los escalones de mármol gastado donde me sentaba de chica, las mayólicas brillando en la media luz del zaguán, todo parecía igual. La cancel también había quedado abierta. Habría venido la mujer de la limpieza o la habrían dejado sin llave al avisar que pasaríamos. Atravesé la sala. Los adornos sobre la chimenea, tan familiares, todavía se encontraban allí: la amazona de porcelana,  el potiche donde se guardaban los caramelos  y por fin, el florerito de cristal con asas negras. Vacío. No había jazmines recién cortados debajo del retrato del abuelo.
La voz de Marcos diciendo algo acerca del desván y de las fotos que debía buscar se  confundió con sus pasos alejándose. Me impresionó el silencio de la casa, el olor de la sala, mezcla del perfume a viejos tapizados, cera y muebles lustrados, y por un momento las cortinas volaron, el voile se agitó leve como cuando la abuela ventilaba las habitaciones. 
De los siete a los diecisiete años había pasado las vacaciones en esa casa. En sus cuartos de techos altos se habían sucedido siestas y juegos con primos, almuerzos de Navidad, mañanas enteras leyendo tirada en el piso, hasta el regreso furtivo de aquel baile de Carnaval, el temblor de un abrazo aún palpitando en la madrugada y la abuela esperándome  despierta para preguntarme con quién había bailado, como si fuera ella, como si fuera su época.
Entré al comedor de diario, como le decían. Las persianas estaban bajas, las sillas arrimadas a la mesa en la oscuridad. Recorrí el pasillo que llevaba a la cocina. Me asomé. Entonces la vi. En un rincón, donde siempre estuvo, colgaba la bolsa. “Andá a comprar el pan” decía la abuela. Y me daba la bolsa.
Tantos veranos en el pueblo, tantos mandados a la mañana. Todo fuera por quedarme con el vuelto. Lo deslizaba en el bolsillo del jumper, de una tela rugosa, rústica, heredado de alguna prima y que mi madre me obligaba a usar aunque no me gustara. Pero en momentos así me olvidaba de todo, la vida crujía tierna como el pan caliente, era dulce como las facturas que nos comíamos después, tibia como las tardes de pileta en las reposeras, de juegos de cartas en los sillones del club, las mallas húmedas.
            Descolgué la bolsa de los mandados, acaricié la aspereza del tejido a rayas rojas y marrones. Marcos apareció de pronto junto a mí con una caja destartalada entre los brazos.
—¿Salimos?— propuse. Pareció sorprendido. Dijo que era una lástima que estuviera  tan apurada, que no terminara de recorrer la casa, ver las plantas del patio, aunque bueno, lo que yo decidiera para él estaba bien. Cruzamos de nuevo la sala, el zaguán.
Si iba a ir a comprar facturas para el viaje, prefería esperar  junto al auto, a la sombra del plátano. Así podría fumar sin molestarme, dijo. ¿Sabía yo dónde quedaba  la panadería? ¿Cómo no iba a saber? Había que llegar hasta la esquina, a la casa de la señora que vendía huevos, doblar a la derecha una cuadra, cruzar mirando bien que no vinieran autos  y luego media cuadra a la izquierda. Y después, una iba con el vuelto al kiosco, a buscar Susi, secretos del corazón, para leerla en las siestas devorando figuritas de besos en la penumbra del escritorio. Claro que sabía. Conocía cada umbral, cada ventana. Pero qué había pasado en la esquina de enfrente. Donde antes se encontraba el diario El Tribuno,  una reforma gris con pretensiones de modernidad ocultaba con torpeza la vieja sede. Al lado, un edificio de tres pisos con balcones de hormigón agredía con su disonancia la melodía de las demás construcciones, sencillas y con reminiscencias  de época. Todo se arruina con el tiempo, pensé cuando doblaba, ni siquiera se salvan los pueblos perdidos.
 A mitad de cuadra tenía que aparecer el toldo de la panadería. En su lugar, una pared de ladrillos ruinosa, afiches medio despegados y una pequeña puerta de chapa. Ni rastros de las vidrieras, las tortas de bodas, la cortina de tiritas protegiendo la entrada. Debería ir hasta la Central, pensé. En cambio, me acerqué a la pared. Sin saber por qué, me quedé mirando la puerta de chapa. Traté de empujarla. Estaba trabada.  Insistí. ¿Qué estaba haciendo? Me iba a encontrar con un baldío, ratas, o peor aun, culebras. Odiaba las culebras. Mejor me iba, Marcos ya habría terminado el cigarrillo. Entonces sentí la bolsa en la mano, las manijas lisas, rígidas, y seguí forcejeando hasta que la puerta cedió. La panadería era  grande, como esas tiendas al estilo de Harrod´s que ya no existen en Buenos Aires. Entré a un laberinto de exhibidores y vitrinas, me embriagaron vahos de almíbar y azahar. Caminé escoltada  por metros y metros de hileras de bandejas de masas finas, rosquillas, palmeras,  cajas de bombones con forma de corazón. Y por fin, el laberinto desembocó  donde estaban las facturas.
Me paré frente a los panes de leche. La misma pastelera, amarilla, brillosa, con unos granos de azúcar encima. Por un segundo me acordé de Marcos los domingos a la tarde, los dos amaneciendo entre risas, sábanas y horarios desordenados, me acordé de esa manera suya de decirme quiero hacerte feliz, de cómo muchas veces lo lograba. Pero el pan de leche estaba allí, coronado por la crema. Mi suave nostalgia de las veladas frente al hogar se volvió voraz. Yo también, como había leído en aquella gran novela, quería recuperar el tiempo perdido, pero no en forma de recuerdo –ese que sube como un relente cuando la magdalena mojada en té se disuelve en la boca–  no, yo quería estar otra vez allí, en ese momento, morder el pan de leche, sentir el dulce de la crema sobre la lengua y tragar, tragar con el mismo hambre distendido de la infancia.
Tomé una canasta y una pinza. Me serví. Una mujer que me pareció muy alta, la abultada pechera volcada sobre el mostrador, envolvió las facturas. Y como si me reconociera, con voz dulzona preguntó: “¿Algo más, querida?”.  Crucé la cortina de tiras coloridas. Iba a guardar el vuelto. Entonces tuve miedo. Pero ya en la calle, el pueblo al sol había recuperado el esplendor perdido. El diario El Tribuno, intacto, seguía en la esquina, las construcciones bajas y sencillas con reminiscencias de época, las veredas  de baldosas  rosadas. Y cuando llegué a la casa, de nuevo fue tan natural pasar por la puerta cancel abierta, atravesar la sala y que en el florerito de asas negras, sobre la chimenea, hubiera jazmines frescos bajo el retrato del abuelo. Me pareció tan lógico encontrarlos a todos en la cocina: mi padrino en el umbral de la puerta como a mitad de camino entre irse y quedarse, Carmen alcanzándole un mate y la abuela sentada en un banquito, el codo sobre la mesa sosteniendo la cabeza, la risa –su hermano siempre la hacía reír– . Tampoco me extrañó escuchar en tono de halago: “Ya cumplió diez años, es toda una señorita”; recibir una palmada cariñosa, convidar las facturas y que Carmen me ceda el turno para que yo elija el pan de leche. Pero fue al morderlo, cuando cerré los ojos, que el miedo volvió. Con la crema subía, como un relente, un recuerdo: la dulzura del beso de un hombre de mirada oscura que alguna vez había logrado consolarme. Porque cómo consolarme de la pena de estar presa. Con tanto miedo. Miedo de tocar el odiado júmper al buscar el vuelto y comprobar que es demasiado tarde, la pastelera diluyéndose en la boca, el verano sin fin, y todos mis muertos esperándome. Como antes, como ahora, sentados en la cocina para tomar el mate.
                                                                       María José Eyras
                                                                                             




INVITACIÓN 

Querida gente, 
el próximo jueves 29 de mayo presento mi libro "Un detalle trivial" en Dolores. Allí nacieron algunos cuentos, allí pasé los veranos de mi infancia. Leía, tirada en el piso, horas y horas. Por eso, y por el amor. 

Los espero!