A la bolsa de los
mandados, la de nylon duro,
la de antes, a favor de la ecología sin
proponérselo.
Y a ellos, claro.
El mandado
La idea del
viaje fue de Marcos. Mamá le había pedido que rescatara la caja de las fotos,
aquella caja verde que aún debía estar en el desván y él –siempre tratando de complacerla– aprovechó la ocasión
para convencerme de que lo acompañara. Pasaríamos tan cerca del pueblo...
camino a la costa podríamos entrar a Dolores. Me haría bien despedirme de la
casa antes de que la entregaran a su nuevo dueño, había dicho.
Después de Chascomús la ruta estaba despejada y
yo me entretenía mirando el perfil de mi marido, sereno y concentrado mientras
manejaba. Que fuera al volante me hacía
sentir segura y el zumbido del motor
empezaba a adormecerme. Apoyó una mano en mi rodilla.
—¿Estás
nerviosa?— su mano subía y bajaba por
mi pierna.
Por qué iba
a estarlo. De la casa me acordaba poco, algún detalle, la larga repisa sobre la
chimenea, el florerito con jazmines que la abuela cortaba cada mañana y ponía debajo del retrato del
abuelo.
—¿Hace cuántos años que no volvés a
Dolores?
Me encogí
de hombros. La abuela había muerto cuando Marcos y yo aún no nos conocíamos. Su
hermano, que vivía al lado y la visitaba todas las tardes, la siguió al poco
tiempo. Y luego fue el turno de Carmen, la cocinera, que había estado en la
casa toda la vida y terminó sus días hablando sola, medio perdida, deambulando
por los cuartos deshabitados. En el pueblo ya no me esperaba nadie.
—Está bien,
si no querés hablar no hables.
Cuando lo conocí, de
Marcos me habían seducido sus ojos negros, una chispa de luz en las pupilas que
era una promesa de protección. Después de cenar, luego de un día de trabajo, compartíamos un té frente al
hogar de leños a gas del departamento. Arrellanada en el sillón, yo me dejaba
llevar por el sopor que traía el metal incandescente, la tibieza de su abrazo.
Nos entendíamos bien y la idea de un hijo empezaba a rondarnos. Sin embargo, en esas mismas
veladas, solía ponerme melancólica sin
razón. Y no salía de aquel estado hasta que él me miraba largos segundos con su
mirada brillante y oscura y algo se aflojaba en mí. Entonces me consolaba, me
daba un beso largo, no parábamos hasta hacer el amor.
—¿Por qué no dormís?
Todavía falta un rato— me propuso.
A mi
alrededor, el campo estático, algún molino, un monte de eucaliptos. El cielo,
como una taza de aire azul volcada sobre nosotros. Ojalá se resolviera pronto
el asunto de encontrar la caja, el caserón me parecía tan inmenso de chica.
Aunque ahora se vería distinto. Tampoco yo era la niña que iba a hacerle los
mandados a la abuela con la ilusión de quedarse con el vuelto. Ansiaba llegar a la playa, estar con Marcos
frente al mar hasta el atardecer, dejarme ir a esa hora en que el mundo y los
pensamientos parecen calmarse.
La
vibración pareja del auto continuó arrullándome.
Cuando abrí los ojos, Marcos estacionaba
delante de la casa. Las puertas altas y angostas estaban entornadas. Me
desperecé y busqué la cartera en el asiento de atrás.
—¿Vamos?—
él había rodeado el auto y me invitaba a bajar.
Los
escalones de mármol gastado donde me sentaba de chica, las mayólicas brillando
en la media luz del zaguán, todo parecía igual. La cancel también había quedado
abierta. Habría venido la mujer de la limpieza o la habrían dejado sin llave al
avisar que pasaríamos. Atravesé la sala. Los adornos sobre la chimenea, tan
familiares, todavía se encontraban allí: la amazona de porcelana, el potiche donde se guardaban los
caramelos y por fin, el florerito de
cristal con asas negras. Vacío. No había jazmines recién cortados debajo del
retrato del abuelo.
La voz de Marcos diciendo
algo acerca del desván y de las fotos que debía buscar se confundió con sus pasos alejándose. Me
impresionó el silencio de la casa, el olor de la sala, mezcla del perfume a
viejos tapizados, cera y muebles lustrados, y por un momento las cortinas
volaron, el voile se agitó leve como cuando la abuela ventilaba las
habitaciones.
De los siete a los
diecisiete años había pasado las vacaciones en esa casa. En sus cuartos de
techos altos se habían sucedido siestas y juegos con primos, almuerzos de
Navidad, mañanas enteras leyendo tirada en el piso, hasta el regreso furtivo de
aquel baile de Carnaval, el temblor de un abrazo aún palpitando en la madrugada
y la abuela esperándome despierta para
preguntarme con quién había bailado, como si fuera ella, como si fuera su
época.
Entré al
comedor de diario, como le decían.
Las persianas estaban bajas, las sillas arrimadas a la mesa en la oscuridad.
Recorrí el pasillo que llevaba a la cocina. Me asomé. Entonces la vi. En un
rincón, donde siempre estuvo, colgaba la bolsa. “Andá a comprar el pan” decía
la abuela. Y me daba la bolsa.
Tantos
veranos en el pueblo, tantos mandados a la mañana. Todo fuera por quedarme con
el vuelto. Lo deslizaba en el bolsillo del jumper, de una tela rugosa, rústica,
heredado de alguna prima y que mi madre me obligaba a usar aunque no me
gustara. Pero en momentos así me olvidaba de todo, la vida crujía tierna como
el pan caliente, era dulce como las facturas que nos comíamos después, tibia
como las tardes de pileta en las reposeras, de juegos de cartas en los sillones
del club, las mallas húmedas.
Descolgué la bolsa de los mandados, acaricié la aspereza del tejido a rayas rojas y marrones. Marcos apareció de pronto junto a mí con una caja destartalada entre los brazos.
Descolgué la bolsa de los mandados, acaricié la aspereza del tejido a rayas rojas y marrones. Marcos apareció de pronto junto a mí con una caja destartalada entre los brazos.
—¿Salimos?—
propuse. Pareció sorprendido. Dijo que era una lástima que estuviera tan apurada, que no terminara de recorrer la
casa, ver las plantas del patio, aunque bueno, lo que yo decidiera para él
estaba bien. Cruzamos de nuevo la sala, el zaguán.
Si iba a ir
a comprar facturas para el viaje, prefería esperar junto al auto, a la sombra del plátano. Así
podría fumar sin molestarme, dijo. ¿Sabía yo dónde quedaba la panadería? ¿Cómo no iba a saber? Había que
llegar hasta la esquina, a la casa de la señora que vendía huevos, doblar a la
derecha una cuadra, cruzar mirando bien que no vinieran autos y luego media cuadra a la izquierda. Y después,
una iba con el vuelto al kiosco, a buscar Susi,
secretos del corazón, para leerla en las siestas devorando figuritas de
besos en la penumbra del escritorio. Claro que sabía. Conocía cada umbral, cada
ventana. Pero qué había pasado en la esquina de enfrente. Donde antes se
encontraba el diario El Tribuno, una
reforma gris con pretensiones de modernidad ocultaba con torpeza la vieja sede.
Al lado, un edificio de tres pisos con balcones de hormigón agredía con su disonancia
la melodía de las demás construcciones, sencillas y con reminiscencias de época. Todo se arruina con el tiempo,
pensé cuando doblaba, ni siquiera se salvan los pueblos perdidos.
A mitad de cuadra tenía que aparecer el toldo
de la panadería. En su lugar, una pared de ladrillos ruinosa, afiches medio
despegados y una pequeña puerta de chapa. Ni rastros de las vidrieras, las
tortas de bodas, la cortina de tiritas protegiendo la entrada. Debería ir hasta
la Central ,
pensé. En cambio, me acerqué a la pared. Sin saber por qué, me quedé mirando la
puerta de chapa. Traté de empujarla. Estaba trabada. Insistí. ¿Qué estaba haciendo? Me iba a
encontrar con un baldío, ratas, o peor aun, culebras. Odiaba las culebras.
Mejor me iba, Marcos ya habría terminado el cigarrillo. Entonces sentí la bolsa
en la mano, las manijas lisas, rígidas, y seguí forcejeando hasta que la puerta
cedió. La panadería era grande, como
esas tiendas al estilo de Harrod´s que ya no existen en Buenos Aires. Entré a
un laberinto de exhibidores y vitrinas, me embriagaron vahos de almíbar y
azahar. Caminé escoltada por metros y
metros de hileras de bandejas de masas finas, rosquillas, palmeras, cajas de bombones con forma de corazón. Y por
fin, el laberinto desembocó donde
estaban las facturas.
Me paré
frente a los panes de leche. La misma pastelera, amarilla, brillosa, con unos
granos de azúcar encima. Por un segundo me acordé de Marcos los domingos a la
tarde, los dos amaneciendo entre risas, sábanas y horarios desordenados, me
acordé de esa manera suya de decirme quiero hacerte feliz, de cómo
muchas veces lo lograba. Pero el pan de leche estaba allí, coronado por la
crema. Mi suave nostalgia de las veladas frente al hogar se volvió voraz. Yo
también, como había leído en aquella gran novela, quería recuperar el tiempo
perdido, pero no en forma de recuerdo –ese que sube como un relente cuando la
magdalena mojada en té se disuelve en la boca–
no, yo quería estar otra vez allí, en ese momento, morder el pan de
leche, sentir el dulce de la crema sobre la lengua y tragar, tragar con el
mismo hambre distendido de la infancia.
Tomé una
canasta y una pinza. Me serví. Una mujer que me pareció muy alta, la abultada
pechera volcada sobre el mostrador, envolvió las facturas. Y como si me
reconociera, con voz dulzona preguntó: “¿Algo más, querida?”. Crucé la cortina de tiras coloridas. Iba a
guardar el vuelto. Entonces tuve miedo. Pero ya en la calle, el pueblo al sol
había recuperado el esplendor perdido. El diario El Tribuno, intacto, seguía en
la esquina, las construcciones bajas y sencillas con reminiscencias de época,
las veredas de baldosas rosadas. Y cuando llegué a la casa, de nuevo
fue tan natural pasar por la puerta cancel abierta, atravesar la sala y que en
el florerito de asas negras, sobre la chimenea, hubiera jazmines frescos bajo
el retrato del abuelo. Me pareció tan lógico encontrarlos a todos en la cocina:
mi padrino en el umbral de la puerta como a mitad de camino entre irse y
quedarse, Carmen alcanzándole un mate y la abuela sentada en un banquito, el
codo sobre la mesa sosteniendo la cabeza, la risa –su hermano siempre la hacía
reír– . Tampoco me extrañó escuchar en tono de halago: “Ya cumplió diez años,
es toda una señorita”; recibir una palmada cariñosa, convidar las facturas y
que Carmen me ceda el turno para que yo elija el pan de leche. Pero fue al
morderlo, cuando cerré los ojos, que el miedo volvió. Con la crema subía, como
un relente, un recuerdo: la dulzura del beso de un hombre de mirada oscura que
alguna vez había logrado consolarme. Porque cómo consolarme de la pena de estar
presa. Con tanto miedo. Miedo de tocar el odiado júmper al buscar el vuelto y
comprobar que es demasiado tarde, la pastelera diluyéndose en la boca, el
verano sin fin, y todos mis muertos esperándome. Como antes, como ahora,
sentados en la cocina para tomar el mate.
María
José Eyras
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